Marginal y en la periferia de una ciudad que aún no se sabía a sí misma, entre el ruido del puerto, el tufo del barro y el pulso de los cuerpos que se sostenían para no caer. Lugar de reunión y de mezcla, el Río de la Plata se volvió un laboratorio de identidad. Fiesta clandestina que luego sería red de socorros mutuos, el tango encarnó la necesidad de existir en comunidad cuando todo era pérdida. Los olores del quilombo, el sexo de intercambio entre rito y moneda, la peste en el fondo del vaso desembocando en el río: todos sudaron lo mismo. Inventaron, sin saberlo, una nueva respiración que persiste en la forma de decir desde el roce, desde la herida compartida.
Ambas dimensiones —la social y la sensorial— se funden en un mismo acto originario: el contacto. El tango, entonces, no es solo música o danza, sino un modo de habitar la memoria. Una pulsión que atraviesa el tiempo y reescribe la modernidad desde sus fisuras: pasó del prostíbulo a la academia, del arrabal al teatro, del margen a la consagración.
Hoy, como si la ciudad volviera a respirar desde sus grietas, abrimos las puertas de TaPeTe para ofrecer esta milonga, un lugar donde las fronteras entre pasado y presente se disuelven al encarnar juntos la búsqueda de la expresión del pueblo argentino. Cada sonido es una arqueología del gesto. Cada pausa, una memoria que se rehace, una tecnología de encuentro.
Milonga es, en definitiva, un ejercicio de restitución. Un intento por conectar con la potencia originaria de esta situación: la de ser un acto colectivo, sensorial y mestizo. Una respiración compartida que atraviesa los siglos y sigue latiendo, obstinadamente, en el cuerpo de la ciudad.


